Ante todo, no dañar

Avant tout ne pas nuire, Traducido por Marc Pellicer, en curso

Corps étrangers – I Avant tout ne pas nuire 

Patrick Froehlich
© Les Allusifs, 2017 

Cuerpos extraños —  I Ante todo, no dañar

— ¿Tú nunca has hecho daño a un niño? Dime que jamás has hecho daño a un niño al curarlo. 

Yo creo, me gustaría creer, que he respondido a mi hija un “No” claro y nítido.

—Y dime también, que nunca te has comportado como un veterinario, curando a un niño como se cura a un animal.

No es que lo crea, es que estoy seguro, completamente seguro, que he pronunciado un “No” poco articulado, apenas audible, y en esta falta de afirmación estaba, contenida,  no puedo negarlo, una vergüenza a la que me enfrentaba.

— ¿Eres tú, en esta foto, el cirujano loco?

Vega había abierto el sobre que yo había recibido algunos días antes, en su interior una página de periódico en la cual un peluche nos fija con sus ojos redondos, es un gato en blanco y negro con una amplia sonrisa maléfica, con grandes dientes alineados, vestido con una túnica de cirujano coloreada de azul.

Yo no había hablado del contenido del sobre, que se arrastraba con evidencia sobre la bandeja del correo, ni de las fotos, ni de sus títulos: PrisiónEl cirujano loco, que de entrada me habían perturbado. 

El artículo blandido por Vega – yo lo había leído, releído- era la crónica de una exposición titulada Los peluches enfermos, de una niña a la que yo había atendido: “(La exposición) Ha dejado una impresión indeleble. La señorita ponía en escena con talento y humor, a sus peluches. Entre su obra, la foto de un bebé con una jeringa, que parece llorar, y que a su padre no le gusta en absoluto. Ella la ha titulado, en efecto: Dolor. “Es duro de aceptar cuando es tu hijo. Lo hemos vivido con ella, dice su madre en el texto de acompañamiento. El hecho que ella ponga en imagen el dolor de esa manera, reaviva nuestras emociones”. Las mías también. Sus padres y yo, habíamos compartido cinco años de su niñez a través de una enfermedad rara y grave, cinco años cuidándola –curándola, operándola en el seno de la Fundación de los Niños, donde habíamos luchado, ella, sus padres, el equipo médico. 

En el periódico, Clara sonríe de felicidad, ha perdido algunos dientes de leche, nadie sospecha la tormentosa historia, ella mira al lector sosteniendo su cámara fotográfica. El peluche del Cirujano loco está sentado sobre el objetivo. Reencuentro la mirada que ella tenía antes de entrar al quirófano, determinada a luchar contra su enfermedad. Sus grandes ojos confiados, no me dejaban cuando empezaba la anestesia y ella se sometía a las limitaciones de la cirugía.

Una carta de acompañamiento explicaba su pasión, una pasión que yo ignoraba: “Tras cada operación, en la sala de reanimación, tengo un nuevo peluche. Le doy un nombre, le opero, le torturo, le pongo vendajes, sueros…luego le tomo una foto”.

Ella dispone pues de un centenar de negativos, estas intervenciones acumuladas han evitado que la enfermedad ganase, el precio de la victoria, mi regalo de despedida de la Fundación, lugar faro de América del Norte para el cuidado de los niños, donde había sido invitado por un año y donde había permanecido cinco años yo también.

Ella me escribió que hubiera preferido tener a “su cirujano” delante de ella y que yo continuara siguiéndola médicamente, pero había llegado el momento para Vega, para Silvia, y para mí, de regresar a Europa. Yo llevaba un equipaje invisible, una vergüenza de la que no había hablado a nadie y que la carta reactivó, una vergüenza que había suscitado un gesto que completaba las cirugías, simple, banal, rápido, un gesto doloroso, muy doloroso, aún me duele.

Vega me hablaba del Cirujano loco, yo desviaba la conversación.

— Efectivamente, hacía falta estar un poco loco para enfrentarse a su enfermedad…Escrutando atentamente su cara en el periódico, no adivino ningún rastro, no consigo revelar ninguna secuela de los tratamientos. Clara desborda alegría, un desbordamiento de vida que da gusto ver. Ella corre antes de posar, ella corre justo después como tú cuando te decíamos “Quédate tranquila dos minutos”. Pero era imposible que no te movieras.

— Tú temes que te saque otra foto, la que se titula Dolor.

En ella el bebé sostiene una jeringa en blanco y negro. El interior de su boca ha sido coloreado en rojo vivo, habitualmente el color del amor, pero no en la Fundación.

— Ella pone en escena cinco años de diversos dolores a través de la enfermedad y de las curas también, otras heridas que yo ignoro.

Pero yo sólo recordaba uno. Un dolor que Clara habría olvidado. 

Me engañaba a mí mismo. 

Era difícil, demasiado difícil, que yo se lo preguntara. Ya no la curo, y además, era delicado, uno vuelve rara vez con una mirada crítica sobre nuestros actos para con aquellos a los que cuidamos, ello no formaba parte de mi educación médica.

El tiempo no había atenuado la intensa sensación que me había atravesado cuando, conscientemente, había hecho daño a Clara.

Acarreo una responsabilidad que había matado y que silenciaba aún ante Vega y su pregunta culpabilizadora.

— Es uno de los aspectos gratificantes de la Medicina, cuando un niño al que hemos curado se toma la molestia de dar noticias suyas.

Jamás hubiera soportado que alguien hiciera tanto daño a mi hija. En lugar de explicitar mi “No” poco afirmado, le he preguntado:

— ¿Cuál es, el peor dolor de tu vida?

Yo conocía demasiado bien el episodio.

— El peor de los peores, fue cuando un médico quiso verificar que mi codo estaba roto, hizo quebrar el hueso entre sus manos. Me hizo tanto daño, el dolor fue fulgurante, de nivel máximo diez en una escala del uno al diez. ¿Tú ya has provocado alguno de tal intensidad?. Tú no habrás hecho esto, tú que no soportas la idea, la idea misma del dolor.

— ¿De nivel diez? No

Yo no he dicho “No, jamás”

Yo solamente he respondido a Vega “No”. Una mentira deliberada. Regresaré sobre las circunstancias de mi acción. Abriré una investigación.

Pero antes que nada, es la hora de nuestro pequeño paseo vespertino, un hábito que Vega y yo hemos retomado desde que hemos aterrizado en Bruselas hace algunos meses, telescopando tres lugares: 

Lyon, donde encontré a Silvia y donde nació Vega, donde yo me formé y luego mantuve durante veinticinco años un combate quirúrgico contra las enfermedades que ahogan a los niños. Montreal, donde fui invitado a proseguir ese trabajo en el seno de la Fundación de los Niños; y Bruselas, una tierra de retorno sobre el continente Europa donde Vega llora Montreal aún más intensamente que Lyon, Bruselas donde recibí las fotos y donde llevaré a cabo una investigación.